Crítica
Con el mismo peso con
el que sonaba la banda sonora en sus anteriores películas, el director irlandés
compone un relato de entrada en la madurez con su característica combinación de
amabilidad, comedia y emoción desplegada a través de canciones, una película
cargada de nostalgia que reivindica el poder de la música.
Si
ha habido un director que, en los últimos años, ha conseguido integrar música,
canciones y banda sonora como vehículo emocional en sus películas, ese es sin
duda el irlandés John Carney. Su pequeño filme “Once” de 2007, una ópera prima que no llegaba a la hora y media de
duración con un presupuesto de cien mil euros, liderada por actores no profesionales
interpretando a una pareja de músicos callejeros que se enamora por las calles
de Dublín, cogió al festival de Sundance por sorpresa. Lo que en principio
parecía una película menor se terminó llevando el Premio del Público en
Sundance, el Óscar a la mejor canción, y generó un gran fervor en la crítica y
en espectadores, como por ejemplo Bob Dylan quien a raíz del filme se llevó a
la pareja protagonista a abrir sus conciertos. En 2013 llegó “Begin Again”, una película de
características similares, con el mismo tono ligero, amable y enamoradizo de
“Once” pero en versión más hollywoodiense, teniendo como cabezas de cartel a
Mark Ruffalo y Keira Knightley. Sin llegar a generar la misma respuesta por
parte del público, la película también se convirtió en una de esas comedias
ligeras de las que es imposible no guardar un buen recuerdo, un largometraje
sin altas pretensiones que hacen que se salga del cine con una sonrisa que
tarda en borrarse.
En
ambos filmes, el viaje por el que van sus respectivos protagonistas se
encuentra más desarrollado musicalmente que de forma narrativa y John Carney
logra que, tanto grandes éxitos como canciones compuestas expresamente para
cada película, se desenvuelvan como una perfecta y organizada melodía
sentimental durante todo el metraje. Sin embargo, algo sucedió mientras Carney
desplegaba las notas de “Begin Again” que le hizo querer huir del cine de
estudio a mayor escala. Sus recientes, y cuestionablemente públicas, críticas a
Keira Knightley como actriz y como ejemplo representativo de un tipo de
intérprete dentro del modelo cinematográfico de grandes producciones han tenido
cierta notoriedad, pero son indicativas de la motivación que llevó a Carney de
vuelta a Dublín para contar una historia basada en su propia infancia y, una
vez más, con un presupuesto ajustado y con actores no profesionales. Una vuelta
a los orígenes en toda regla y en múltiples vertientes, cinematográfica y
personalmente, en la que enfatiza aún más el vínculo existente entre educación sentimental y educación musical,
resaltando el poder que posee la música para transmitir una secuencia de
emociones.
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