Una de las características más interesantes de “Man on
wire” es su juego con los códigos de un género de tanta tradición
cinematográfica como el del robo perfecto, aquel que se detiene en pormenorizar
el reclutamiento de la banda, los preparativos, el desarrollo y las
consecuencias de un atraco a un banco, estafa o asalto a algún lugar
inexpugnable. Al fin y al cabo, eso fue lo que hizo el grupo encabezado por Philippe
Petit y sus secuaces, un plan aparentemente descabellado con el
objetivo de conseguir tender un cable entre las Torres Gemelas para que el
funambulista francés se paseara de un lado a otro, a más de cuatrocientos
metros de altura. Una locura sin aparente repercusión material (aunque el hecho
convirtió a Petit en una celebridad mediática que puso en cuestión su faceta
más bohemia), pero a la que se apuntaron con entusiasmo unos compinches que
tuvieron que discurrir cómo superar las draconianas medidas de seguridad de
unos edificios ya emblemáticos desde el momento de su construcción. Desde esta
perspectiva, hay que reconocer que el documental funciona a la perfección:
dosificando la intriga, los intentos fallidos, planteando las reuniones y
disensiones, las dificultades que se iban añadiendo a un proyecto que
constantemente se empeñaba en hacer evidente su imposibilidad. El espectador
permanece expectante y preguntándose, más que “si” lo conseguirán (la mayor
parte del público ya sabrá la respuesta), el “cómo” lo harán. Y es en ese
retrato colectivo de una colección humana bastante pintoresca donde más
empatiza con nosotros, haciéndonos partícipes de una locura que sólo fue
posible por el prodigioso carisma del funambulista. Sin embargo, quien quiera
asomarse más a la verdadera personalidad de Philippe Petit, conocerle de cerca,
tendrá que buscar en otro lugar. De hecho, apenas se nos dan datos de cómo se
convirtió en artista del alambre y malabarista, tan sólo lo imprescindible de
sus hazañas anteriores en Notre Dame y Sidney. Y es en ese ámbito desatendido
donde el documental podría haber ido más allá de la simple ilustración para
indagar en la raíz de empresas como esta, aparentemente sin sentido, pero
profundamente entroncadas con un empeño tan humano como el de cuestionar
constantemente los límites. Tan sólo unos apuntes en el tramo final, y la
sugerencia de cómo el éxito rompió el hechizo en el que todos habían vivido,
ofrecen alguna pista de lo que el material habría podido dar de sí. Pero lo que
no se puede negar es que una película como “Man on wire” debería ser suficiente
para acallar a quienes consideran que el género documental, híbrido o no, es
ajeno al entretenimiento. Seguro que ese es el valor principal por el que los
académicos estadounidenses le concedieron el Oscar® en la última edición. Ahora
bien, uno no puede evitar preguntarse qué maravilla habría podido hacer alguien
como Werner Herzog
con el mismo material.
Comentarios