"La cinta blanca" de Michael Haneke


Crítica

En los oscuros orígenes del mal

CARLOS BOYERO

Enfrentarse al mundo obsesivamente turbio, irremediablemente maléfico, habitado permanentemente por la violencia transparente y subterránea, de un autor tan desasosegante como reconocible llamado Michael Haneke implica que el avisado o virginal espectador acabe con el estómago y el cerebro revueltos, consciente de que ha vivido una experiencia ingrata pero también hipnótica, de las que dejan lacerante poso. También la certeza de que lo que has visto, oído, temido e intuido tiene el efecto de una pesadilla duradera. Cuando los siempre inquietantes planteamientos de Haneke encuentran el lenguaje, el ritmo y la atmósfera que necesitan sus radiografías del mal generalizado o de los demonios interiores (cuando no acierta, como en las detestables Código desconocido y El tiempo del lobo la oscuridad de su mundo puede ser críptica e irritante), su cine tiene capacidad para dejarte tocado. En mi caso, lo había logrado con Funny games, La pianista y Caché. En la magistral La cinta blanca su estilo logra terrorífica armonía con sus obsesiones.

La voz en off de un anciano evoca viejas y nunca resueltas atrocidades que ocurrieron en el luterano y presuntamente apacible pueblo del norte de Alemania en el que ejerció de maestro cuando era joven. Ocurre en vísperas de la Guerra del 14 y está fotografiado en un nada caprichoso blanco y negro. El blanco se identifica con la rectitud y la pureza, la que le exigen a sus hijos padres inflexibles, con unos principios que no admiten desviaciones ni heterodoxia y que compaginan sin el menor sentido de culpa la Biblia con el látigo para imponérselos a los suyos. Poco a poco comprobaremos que casi todo es negro, enigmático y tortuoso en ese universo regido por el orden, el supremo valor de las apariencia, la podredumbre moral, las imposiciones ciegas de la fuerza, el imperio del miedo en la conducta de los aparentemente sometidos y sus sádicas y devastadoras consecuencias sobre los más débiles.

Haneke retrata y disecciona este ambiente tenebroso con frialdad de cirujano. Que todo huela a podrido, a los abismos de la doble moral, a intransigencia, a manipulación, a agresividad física y síquica en las relaciones que establecen los adultos (hay una secuencia brutal con un hombre vomitándole a su amante con datos implacables el asco que le provoca, en la que cualquier espectador medianamente sensible se plantea taparse los oídos) puede ser ingrato de ver, pero que la violencia se ensañe con los niños, se la contagie y marque monstruosamente su conducta alcanza efectos terroríficos en el espectador.

El ritmo de esta sombría película es estratégica y agobiantemente lento, pero no te permite desentenderte de ella. Te asusta mucho más el catálogo de horrores que te hace presagiar la cámara filmando puertas cerradas y haciendo elipsis que lo que te muestra. El infierno no está descrito con naturalismo, se esconde detrás de la apacible cotidianeidad. No abunda la alegría, la naturalidad o la inocencia (esto sólo se lo pueden permitir los niños más pequeños y otro con discapacidad mental), pero los oficios religiosos, la educación escolar, la fiesta de la recogida de la cosecha, la incuestionable autoridad paternal, la atmósfera de la calle y de los hogares está empeñada en mantener la respetabilidad, en demostrar que la rigidez es el principal baluarte del orden.

Y como siempre en el cine de Haneke hay simbolismo y parábola. Compruebas con un escalofrío al terminar La cinta blanca que la alegoría no es gratuita. Sabes que esos niños familiarizados con los traumas, el abuso, la tortura y el espanto crecerán. Son caldo de cultivo para que un tal Hitler les convenza de que todo está permitido en nombre de la sagrada patria. Y actuarán en la futura barbarie sin sentido de culpa, en perfecta química con lo que mamaron.

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